Hélène en la pista (II)

Imagen de Josep Fonti

- Hola, una pequeña pregunta... ¿Dónde puedo encontrar un listín telefónico? Uno con los teléfonos de la gente que vive aquí. –te refieres al distrito 18 de Paris, en el ayuntamiento del cuál te encuentras ahora y en donde vive, o vivió, Hélène Lornnes, la chica a quien iba dirigida la postal que escribió un tal Grégory en 1997, que se fijó en ella por ser la primera en salir a la pista. La mujer que va a responder es la secretaria que está encerrada en la cabina de información que tienes enfrente.

- Lo siento, aquí no tenemos eso. Si no recuerdo mal, en La Poste –lo que viene a ser Correos, en Francia –daban una especie de listín como el que busca, pero no estoy segura. Vaya allí. Hay unas oficinas no muy lejos, en... –y a partir de ese momento, dejas de escuchar, y tu mente se transforma en un fantasma vaporoso que, a vista de pájaro, vuela por las calles, siguiendo las indicaciones de la mujer hasta llegar a La Poste. Entonces, vuelves a ser tú, y hablas.

- Bueno, de hecho, estoy buscando a una persona y quería saber si aún vive por aquí o si podría conseguir su teléfono.

- Ah... ya veo. Entonces puede probar en État Civil –un departamento de este ayuntamiento-, en la segunda planta, quizá allí le puedan ayudar. Pero seguramente le vayan a preguntar porqué lo necesita. Será complicado...

- De acuerdo, gracias –dices, y te diriges al ascensor. Él te llevará.

Arriba, el suelo está enmoquetado en verde oscuro, las barandillas son doradas y las puertas altas y de madera. En el techo, una gran claraboya piramidal deja pasar la poca luz solar que, a través de las nubes (y por qué no, a causa de la larga distancia que hay entre el sol y la tierra), llega al hall a una temperatura inofensiva. Es la misma luz con la que jugamos a ponernos morenos; a tostarnos, literalmente. Pero tu has venido a investigar, no a tomar el sol, así que buscas un panel que te muestre el camino y, cuando lo encuentras, te acercas silencioso, para, después de haberte orientado, dirigirte hacia la puerta señalada, mientras tu cabeza va trabajando en alguna excusa valida para poder conseguir la información que estás buscando.

Al entrar, tus ojos barren el espacio: de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. Luego bajas los ojos; un bebé mulato, atado a un carrito, lloriquea mientras mueve los brazos y la cabeza bruscamente y a compases opuestos: de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. Entre los oficinistas, el papeleo es constante. Hay jaleo, y mucha gente esperando a ser atendida. Es entonces cuando, además de darte cuenta de que no estás en el buen lugar (por todas partes el único cartel que tus ojos pueden leer es el de “Actas de nacimiento”), te acuerdas de que tienes la ropa en la lavandería (una de autoservicio) y de que habías venido aquí solo a preguntar, cinco minutos. Ya han pasado 20, y como no te vayas ahora mismo, probablemente mañana haya alguien paseándose por ahí con tu ropa puesta.

Te giras. Miras el pomo de la puerta fijamente (es dorado, viejo y tambaleante) y enseguida aparece la negra manga de tu abrigo, de la que sale tu mano, tu garra. Tuerces el brazo, abres un poco, y te escurres de lado, como un cangrejo.

Saldrás del edificio con prisa. De camino a la lavandería, pasaras por La Poste a echar un vistazo, pero habrá mucha cola, así que decidirás terminar con esta historia por hoy para continuarla otro día.

Tienes tiempo, y tienes ropa. Puedes estar tranquilo.

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