Palomas Pompidou

En un rincón de la plaza que hay en frente del Centro Georges Pompidou, en Paris, un mendigo hunde la mano en una bolsa de plástico blanca, llena de migas de pan. Segundos después, como una explosión de aplausos, unas doscientas palomas (más o menos... ¿cómo contarlas?) alzan el vuelo como movidas por un viento huracanado. En el aire, son pinceladas de blanco, negro y gris; borrosas y ruidosas manchas de vida.
Las Palomas Pompidou comen en formación de girasol (agrupadas en círculos concéntricos y con el cuerpo inclinado formando un ángulo de 45 grados), completamente ajenas a los grandes maestros del arte del siglo XX y sus obras.
Hoy, el museo está cerrado, como todos los martes, y pueden comer y pasear tranquilas. En la fachada del edificio, el sol proyecta un rectángulo de luz cálida que se estrecha a medida que pasan los minutos. Es como una cortina gigante, pero al revés.
Mientras la mayoría, tras el atracón, beben agua de los charcos cortesía de la lluvia caída durante la noche, otras, recién llegadas, buscan las ultimas migas de pan (las más pequeñas) entre los adoquines, decorados por un collage de plumas, excrementos, hojas de árbol y algún chicle ennegrecido.
No muy lejos, un macho se pone seductor: hincha la papada como un globo y persigue a su hembra, con un bailar al más puro estilo flamenco. Cerca de este pequeño espectáculo, un par de gorriones que parecen ser amigos, acaban de aterrizar. Son curiosos y vienen con hambre. Esperan su oportunidad guardando las distancias como las hienas con los leones. Pero tras un par de intentos, son echados por un amenazante grupo de Palomas Pompidou.
En cuanto a los humanos, la mayoría esquivan la zona o la atraviesan rápido, asustados y asqueados (huele que alimenta). Pero hay excepciones. Los turistas, por ejemplo, en lugar de alejarse, se acercan y toman fotos. También están los mendigos. A ellos, les da igual: es el pan de cada día.