Con dos cojones vacíos

Imagen de Josep Sampere

Desea que le llamen sensei Kikoman. Lo sublime y lo ridículo zen: el maestro de la salsa de soja. Quiere que hablen de él en presente, ya que es el único tiempo habitable de verdad. No aprueba que le fotografíen: le asusta  dejar rastros que, al cabo de cien años, se podrían transformar en fantasmas. En un mundo superpoblado ya no hay sitio para las sombras.

Es el único japonés malhablado que he conocido y que tal vez llegue a conocer. Su taco favorito: “cojones”. De los cojones extrae una filosofía jugosa aunque estéril. Su lema: “con dos cojones vacíos”. Su filosofía: “¿por qué cojones tiene que haber algo en vez de nada?”.

Su gato: una bestia centenaria, casi de la época del Mundo Flotante. El primer gato amarillo que veo y que tal vez llegue a ver. “Hace mil años era dorado”, dice sensei, “como todas las cosas”.

Y se pasa la mano por la calva lisa “como los cojones hipertrofiados de Buda”.

─Buda no tuvo hijos ─observa─. Sus discípulos, en cambio, los siguen teniendo. Viva la reencarnación.

Su gato afirma con la cabeza. No: más bien da una cabezada. A partir de cierta edad ya no queda nada por aprender y todo aburre por consabido.

Yo, en cambio, no me aburro. Por fin me hallo ante un verdadero sabio. Bebemos te blanco, el color oriental de la muerte, ante una foto del insigne Kawabata: sonríe, orejudo, con cara de niño, pitillo en mano.

─Los grandes siempre fuman, beben y se quitan la vida.

Tomo nota: tengo que volver a fumar, seguir bebiendo y, si Dios quiere, quitarme la vida antes que sea demasiado tarde.

Aunque siempre es más tarde de lo que pensamos.

Espero.

Sensei me ha leído el pensamiento.

─Siempre es más tarde de lo que pensamos ─se hace eco─. Nada hay más nocivo que una madre.

Espero.

El gato bosteza. Sensei lo señala con la uña afilada, y la mueve en ademán de cortar.

─Él no ha sido, ni será, padre. Afortunados los mininos que no llegarán a nacer.

Espero.

─La primera lección que debería darse en la escuela es la siguiente: ¿tenemos derecho a procrear? No hace falta decir que no les sale de los cojones sacar a relucir el tema. Lógico: de los cojones ya les han salido generaciones de esclavos. Todos muertos.

Abre un álbum de fotos. Niños y niñas en blanco y negro. Gente y más gente en sepia funerario. Generaciones. Pasadas. Todas.

─Todos muertos ─dice─. Ninguno se salvó de la vida. Cada cuna es una tumba.

─¿Y las cosas buenas de la vida? ¿Los helados, las puestas de sol, los perritos? ¿No privamos de su goce a los que no van a nacer?

El gato bosteza.

─La vida no es un regalo ─dictamina sensei─. Sólo podemos hacer regalos a los que ya están aquí.

─¿Opina usted que la humanidad debería desaparecer?

─¿Hay algún motivo por el cual debiera continuar?

Me encojo de hombros.

─¿Por motivos sentimentales?

Sensei afirma con la cabeza.

─Por eso continuamos nuestra carrera ciega hacia el “futuro”. Si nos guiáramos por la razón, dejaríamos de reproducirnos.

─¿Aprecia usted la vida, sensei?

─La vida es como el tabaco: nos mata poco a poco, pero es un vicio del que no conseguimos desprenderos.

─¿Se considera pesimista?

Sensei se echa a reír.

─Me considero un hombre con cojones. Me abandonaron dos mujeres porque me negué a darles hijos. Hay que tener cojones para no dejar que te los vacíen por otros medios que no sean manuales.

─¿Me cortaría usted la cabeza con esa katana que tiene ahí colgada?

Sensei se ríe de nuevo.

─¡Ah! ¡El gran Mishima! ¡Otro suicida! Me temo que tendrás que apechugar con la vida, hijo mío. Y si la vida te hastía, córtate como mucho los cojones. Así no podrás hacer nada fructífero con ellos.

Nos terminamos el te. Vivimos como soñamos: solos. Lo dijo Conrad, otro suicida que no llegó a la consumación. Por eso tenemos hijos. Para que los sueños y la soledad puedan continuar eternamente.

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