- Es una fotografía en vertical. En blanco y negro. Se ve una calle. Bueno, supongo que es la calle... Hay una acera, y en un primer plano se puede ver una parte de la carretera.
- ¿Y el título? –pregunta Nejla. Esta es siempre la primera pregunta.
- La vie en rose, año 1948. Debe ser tarde, o un día nublado, porque la luz es muy suave y difusa. El cielo no se ve. Encima de la acera hay una cola de unas 20 personas.
Ayer, estando en el metro, vi a una mujer, de unos 50 años, no muy atractiva pero interesante, y la estuve mirando y me dije, esta mujer es interesante, quizá debería acercarme y entablar conversación y preguntarle si aceptaría que le hiciese fotos algún día, un retrato, con luz natural y ella vestida igual que ahora, con la misma ropa y, a ser posible, la misma expresión. Pero...de pronto se levantó, y salió, y me dejó parado, plantado, pensando en que nunca cambiaré y que debería de haberme atrevido a hablar con ella.
Un rincón de sol junto al mercado. Unos cuantos viejos sentados en un rebate. Busco el sol como un perrito callejero. Saco las manos de los bolsillos y las caliento con mi aliento. Miro a los viejetes. Ni un hueco donde sentarme. Ni un resquicio de sol sin ocupar en el improvisado asiento. Me lío un cigarrito y miro al sol. Estornudo. Siempre lo hago cuando miro al sol. Bajo la cabeza y me percato de mi sombra proyectada en el suelo. Larga. Interminable. Vuelvo a mirar a los viejetes. Uno de ellos lee un "20 Minutos".
Me llamaba Sergio Dalma. Decía que me parecía mucho a él. Eso fue antes de que perdiera definitivamente la vista. María tenía un glaucoma. Me encargaba de llevarla a rayos X, a radioterapia y a todos esos sitios llenos de máquinas, batas blancas y gafas de aumento. También yo llevaba bata. Era verano. El jefe se me acercó y me dijo muy educadamente que no podía hacerne un contrato, pero que no me preocupara, que el encargado de la ambulancia necesitaba un ayudante y yo era el más indicado para el puesto. Accedí.
El primer vagón de los trenes de cercanías tiene un faldón de chapa negro en la parte inferior que podría seccionarte la cabeza en menos de un segundo. Así. Tal cual. Rápido y seguro, sin margen de error. Sólo hace falta valor para depositar tu cuello en el raíl y esperar. Lo demás es un instante, un momento suspendido en el miedo. El crepitar de las vías, el silbido del tren en la noche, la luz de los focos como acusándote de algo. Y ya. Crujen huesos. Salpica la sangre en el cristal del maquinista y una cabeza rueda por el terraplén. Nada más.
Ahora mismo, estoy escribiendo un reportaje sobre los inmigrantes que regresan a su país. Por esta razón, ayer por la tarde quedé con Rosa Otiniano, una peruana nacida en Trujillo, a la que me disponía a entrevistar para que me contara los motivos que le llevan a regresar a su país. Como Rosa se gana la vida limpiando casas, me ha propuesto quedar a las 18,15 cerca de donde trabaja, exactamente en la salida de metro de Camp de L´Arpa (línea azul), al lado del ascensor que comunica con Paseo Maragall.
Quedó con ella en la cafetería de la estación. Allá tomaron café y salieron a fumar. Se miraron un instante a los ojos. Él quiso besarla pero, en ese mismo instante, rompió el silencio. A ella no le interesaba en absoluto el contenido de la ruptura del silencio. Esperaba el beso. Pero él insistió en su discurso empresarial. Ella interrumpió la conexión de miradas para rascarse el esmalte de uñas. Miró al cielo. Lloverá. Pero eso a él no le importaba. No te preocupes, llevo paraguas.