Sergio Dalma

Imagen de Iván Romero

Me llamaba Sergio Dalma. Decía que me parecía mucho a él. Eso fue antes de que perdiera definitivamente la vista. María tenía un glaucoma. Me encargaba de llevarla a rayos X, a radioterapia y a todos esos sitios llenos de máquinas, batas blancas y gafas de aumento. También yo llevaba bata. Era verano. El jefe se me acercó y me dijo muy educadamente que no podía hacerne un contrato, pero que no me preocupara, que el encargado de la ambulancia necesitaba un ayudante y yo era el más indicado para el puesto. Accedí. No tenía más remedio, tenía que pagar el alquiler. Al día siguiente, me incorporé a la plantilla de "Ambulancias Tomás". Cambié la bata por un uniforme gris con bandas fluorescentes en las mangas. Me pagaban seiscientos al mes en efectivo (dos billetes dentro de un sobre), siete horas al día, de lunes a viernes. Sabía que era algo transitorio, pues me habían sustituído por el hijo de un doctor del hospital aunque, tarde o temprano, le acabarían dando la patada. Estaba demasiado tierno. Se le notaba en su risa vacía, en sus ojos vacíos, en su actitud vacía, en su pose de modelito de gimnasio. No tardaría en caer... 

Mientras, Manuel, mi nuevo jefe, y el flamante Sergio Dalma ambulanciero, transladábamos a yonkis, anoréxicas y a todo tipo de lisiados de un lugar a otro. Manuel era un cordobés rancio, de sonrisa falsa, ojos saltones y cordialidad forzada. Le olía la boca a perro muerto y se pasó toda una mañana indignado porque la Seguridad Social de Andalucía cubría la operación de cambio de sexo en lugar de ofrecer cobertura odontológica a los contribuyentes. Que su boca estaba podrida era evidente, tenía que bajar la ventanilla siempre que se subía a la ambulancia. "Lo que faltaba...", decía, "que le pongan un coño a un maricón con mis impuestos..." Me caía fatal. Manuel era una persona realmente fea. Por dentro y por fuera. Y se me notaba. Siempre se me nota cuando hay alguien que me cae mal. Se lo hago ver y trato de que se sienta incómodo. Lo hago por defecto. Él siempre esperaba mi aprobación a sus comentarios. Nunca la obtuvo. Es más, le dije que me gustaban los transexuales, que me daban morbo, que era realmente una pena que se quisieran cambiar de sexo, y que, por esa misma razón, era un gasto sanitario absurdo (en eso estaba con él). Un transexual sin cipote no es un transexual, no es nada, no tiene identidad, le dije. Me miró un instante y siguió conduciendo sin más. A partir de ese momento, nuestra relación se convirtió en algo estrictamente profesional, sin comentarios ni chascarrillos de ningún tipo. Es fácil deshacerte de la gente que posee la verdad absoluta de las cosas. 

Una tarde llegamos al hospital con un montante de cinco traslados pendientes. Había prisa. Todo era un ir y venir de historiales clínicos, sillas de ruedas y camillas cojas. Y me encontré con María. Había empeorado. Era evidente que aquello no iba a acabar bien. Era tan evidente que ni siquiera le pregunté cómo estaba. "Hola, Sergio Dalma", me dijo, "¿me llevas a dar una vuelta?". Aparqué la camilla y me senté junto a ella. Hablamos un poco de todo. Ella ya sabía que me gustaba escribir. A ella le gustaba que a mi me gustara escribir. Me comentó algo de Celine, me habló del Quijote y Sancho Panza, de Unamuno y de Papasseit. "Estoy ciega", dijo. Moví la mano frente a su cara. Efectivamente, no veía nada, estaba en fundido en negro total. "Y... ¿cómo supiste que era yo?", pregunté. "Por tu olor", contestó. No exagero si digo que pasaron cinco minutos de reloj en un silencio ensordecedor, hasta los pasos de las enfermeras enmudecieron. Y, de repente: "¿Qué haces ahí sentado, imbécil? ¿Tú eres tonto?" Era la voz de Manuel, resonando por el pasillo. Se acercó a dos palmos de mi nariz y soltó su pútrido aliento en mi cara: "¡Vamos, coño!", gritó. Ni pestañeé. Me quedé allí sentado como si no viera al excremento que tenía delante, como si tuviera los ojos entelados, como si me hubiera quedado ciego de repente. Noté calor en mi pierna. Era la mano de María. "Es usted un muerto de hambre, un frustrado que ni se acuerda de la última vez que soñó". María se lo soltó tranquilamente, con la mirada puesta en el techo de aquel pasillo, delante de un puñado de pacientes que esperaban su turno en las consultas externas. Manuel salió escopeteado con la sonrisita hipócrita congelada en el rostro. Le cogí la mano y la miré fijamente. "Gracias", le dije. María me miró sin ver. "¿Qué haces aquí, Sergio Dalma?". "Ganar dos billetes al mes", le contesté. Y ella, "llévate tu espíritu a otro lugar, cariño. Sal. Escribe. Sueña despierto. Inténtalo". 

Pasaron los días y dejé la ambulancia. El modelito de gimnasio no aguantó ni tres meses. Estaba feliz: al fin y al cabo, había recuperado mi antiguo puesto. Pero las cosas se torcieron, como siempre, y me hicieron un contrato de noche. La puta noche, la perra noche, doce horas, yo sólo, sin compañeros, condenado al ostracismo de la oscuridad. Era diciembre. Después de repartir las botellas de agua y la medicación, planta por planta, me dispuse a prepararme la cama (una silla de ruedas plegable) para pasar lo que quedaba de noche. Normalmente tomaba algún zumito, cerraba la puerta de conserjería y me masturbaba frente al ordenador antes de acostarme envuelto en sábanas asépticas pavorosamente blancas, asquerosamente blancas. Aún las huelo. Aún puedo oler la fragancia de la lavandería, ese tufo de desinfectante industrial. Si no me hacía una paja no dormía tranquilo, eso es lo que hacen los monos cuando están nerviosos, ¿no? Pero sonó el teléfono como un zumbido desagradable y subí a planta alertado. "Habitación dos", dijo la supervisora, "la familia ya marchó". Me puse los guantes y entré en la habitación. Envolví el cuerpo con una sábana, traje la camilla metálica y la puse junto a la cama, anudé las sábanas por la parte superior y la inferior y tiré del cuerpo inerte hasta lograr encauzarlo en la fría camilla. Abrí la ventana y salí de la habitación. Una de las ruedas de la camilla no llegaba a tocar el suelo, soñaba con ir por libre, quizás por eso giraba y giraba sobre su propio eje. Hasta la vista, María. 

A los pocos días me despedí. Ya no volvería. Nunca más. Nunca. Más... 

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