Escalera que alimenta
La escalera huele a estofado. Toda ella huele, y muy bien. Huele bien de arriba abajo.
Alguien se ha pasado la mañana en la cocina y, ahora, al fin, la mezcla está lista. Seguramente haya zanahoria, cebolla, lentejas, patata, algo de carne, y una habilidosa mano detrás. Te gusta imaginar que es un hombre quien lo ha preparado: un abuelo. Quizá, también, haya algún que otro nieto por ahí. Pongamos que hay dos. Nietos hambrientos, de los que empiezan comiendo pan sin saber cuando parar. De los que tocan al perro y les da igual no lavarse las manos. Nietos. Luego habrá siesta, y más tarde, quizá, paseo por el parque con la abuela. Hace sol.
Él se quedará en su butaca, dormido. La tele encendida. Ella, de camino al parque, con un nieto cogido a cada mano, pensará en todas las veces en que ha pensado en lo rápido que pasa el tiempo. Ellos con ganas de jugar. Luego pensará en su marido, y por momentos le odiará, porque siempre ha cocinado mejor que ella.
Mientras todo eso pasa en tu cabeza, en la suya, la de ellos (si es que existen...), tú no has aparecido ni un solo instante; ni tan solo se han planteado tu existencia. Sólo el perro, que se ha pasado el rato esquivando patas de mesas y sillas, y algún que otro zapato, ha sentido como alguien bajaba las escaleras. Pero nada más.
Tú sigues bajando, y el estofado no ha dejado de flotar en el aire ¿Por qué no te quedas, a oler, hasta que ya no huela a nada?