El fantasma de mi padre
Desde que murió mi padre veo fantasmas. A él, para ser exactos. No lo veo en todo momento, para alivio de mi mente. Básicamente se me aparece cuando las circunstancias de la vida me ponen en un aprieto. Mi padre siempre destacó por poseer una acusada personalidad, con ideas insobornables y una dirección vital muy definida. A su lado, soy una mala copia, lleno de complejos e inseguridades. Como ejemplo, una de las frases favoritas y definitoria de su carácter era/es: “paniaguado, que eres un paniaguado… ¡qué falta de personalidad!”, que te espetaba a la menor ocasión cuando no respondías a sus expectativas.
Si alguna vez estoy trabajando y mi jefe me trata sin la educación adecuada, mi padre aparece como por ensalmo al lado de mi interlocutor y me dice a voz en grito: “contéstale hombre, no te calles, pero qué falta de personalidad”. Mis ojos viajan de un lado al otro de la cuenca como si padeciera de un estrabismo feroz, mirando a mi jefe y al fantasma de mi padre de manera alternativa y esquizofrénica y sin conseguir articular palabra. El hombre se va cabeceando y mi padre desaparece.
De momento mantengo las visiones a raya. Parece que he alcanzado un acuerdo tácito con él para limitar sus apariciones a la vida terrenal. Pero cada vez más veces recuerdo con pavor la visión de la madre de Woody Allen ocupando todo el cielo de Manhattan en la formidable “Edipo reprimido” del cineasta neoyorkino. Allí y al grito de “Sheldon, no tienes edad para casarte”, la buena señora, que previamente ha desaparecido en un espectáculo de magia, reaparece triunfalmente en medio del skyline de Nueva York para avergonzar a su hijo delante de todos los transeúntes. Tiemblo al imaginar una situación similar con mi padre atronando al vecindario diciendo: ¡Paniaguado, mi hijo es un paniaguado!.