El primer vagón de los trenes de cercanías tiene un faldón de chapa negro en la parte inferior que podría seccionarte la cabeza en menos de un segundo. Así. Tal cual. Rápido y seguro, sin margen de error. Sólo hace falta valor para depositar tu cuello en el raíl y esperar. Lo demás es un instante, un momento suspendido en el miedo. El crepitar de las vías, el silbido del tren en la noche, la luz de los focos como acusándote de algo. Y ya. Crujen huesos. Salpica la sangre en el cristal del maquinista y una cabeza rueda por el terraplén. Nada más.
Ahora mismo, estoy escribiendo un reportaje sobre los inmigrantes que regresan a su país. Por esta razón, ayer por la tarde quedé con Rosa Otiniano, una peruana nacida en Trujillo, a la que me disponía a entrevistar para que me contara los motivos que le llevan a regresar a su país. Como Rosa se gana la vida limpiando casas, me ha propuesto quedar a las 18,15 cerca de donde trabaja, exactamente en la salida de metro de Camp de L´Arpa (línea azul), al lado del ascensor que comunica con Paseo Maragall.
Quería explicarle que hoy, en clase, la profe de ciencias naturales nos ha contado como los gusanos de seda se transforman en mariposas pero él estaba tan obcecado con la multa por mal aparcamiento que le acababan de poner, que al final fui al grano, le pedí los dos euros, me compré unos Phoskitos y desistí de hablar en toda la tarde. A cambio, y sin decir ni una sola palabra, como si fuera un acuerdo silencioso, él me correspondió con dos horas de videoconsola seguidas, sin interrupciones. ¿Deberes? Le dije.
Quedó con ella en la cafetería de la estación. Allá tomaron café y salieron a fumar. Se miraron un instante a los ojos. Él quiso besarla pero, en ese mismo instante, rompió el silencio. A ella no le interesaba en absoluto el contenido de la ruptura del silencio. Esperaba el beso. Pero él insistió en su discurso empresarial. Ella interrumpió la conexión de miradas para rascarse el esmalte de uñas. Miró al cielo. Lloverá. Pero eso a él no le importaba. No te preocupes, llevo paraguas.
T, J y A se fueron al Delta a recoger olivas. Llovía a catarros, los olivos se emborrachaban, la noche era negrísima, la casita blanquísima, la paz muy densa y las mantas triples. Llovía a pares. Toda la noche. A amaneció en el Titanic. La cama naufragaba. Llovía a chorros, a cuatro chorros en su desnuda habitación. Pero no había olas. No había glaciar. No había Leonardo. No había electricidad. No había nada más que agua y una cama-isla. T, J y A tomaron café, hablaron de arquitectura, de la crisis y del silencio nocturno.